Sunday, July 04, 2010

IGUAL QUE AYER

El pasaje en cuestión es parte de lo poco de residencial que le queda al sector céntrico de Maipú, una comuna que ha vivido la explosiva proliferación de shoppings, megamercados y locales varios. Si en los ’90 había tímidos supermercados distribuidos por todo el centro, y el Toqui que estaba al costado de la Plaza Mayor se erigía como el reino del lujo, con sus tarros de mantequilla de maní y otras delicias importadas; la última década fue pura modernización. Al contrario que Macondo, Maipú no se llenó de compañías bananeras, pero igual que aquel pueblito, enfrentó la explosión demográfica y la vorágine de ser una pequeña ciudad.

En el límite está Víctor Hugo (así se llama nuestro pasaje). Quien quiera escapar de la locura capitalista que se vive a pocas cuadras puede refugiarse ahí. Son dieciséis casas, una frente a la otra. Todas treintañeras, se conservan bien. Nadie diría que las construyeron en 1980 y que gran parte de las familias que ese año llegaron a habitarlas no se fueron más de ahí.

Quienes viven en Víctor Hugo desde que entregaron las casas ya tienen dos terremotos en el cuerpo. El de 1985 trizó el pavimento y dio el susto de sus vidas a los vecinos más jóvenes. Veinticinco años después, los padres de ese entonces - que ya son abuelos- se enfrentaron a un nuevo sismo, cuya potencia hizo sucumbir hasta la más férrea cerradura; pero lo peor fue el ruido ensordecedor de las casas que se mueven como botes, la oscuridad y la sirena que rugía en la compañía de Bomberos que está a dos cuadras. Y el miedo, por supuesto.

Podría decirse que los vecinos son unidos. Se conocen y se prestan cosas. Esa práctica cotidiana se hizo más habitual que nunca en los días posteriores al terremoto, donde la solidaridad venía en forma de un litro de agua mineral, unos fideos o un dato útil. La conversación diaria, el “¿Cómo estás?” o el “¿Qué te falta? Yo te presto” fueron gestos inéditos de una convivencia que rara vez pasó del saludo o de una breve charla de mujeres. El diario iba de casa en casa y el vecino con auto ponía la radio fuerte para que todos escucharan e hicieran más cortas las noches sin luz.

Los días pasaron y la normalidad regresó paulatinamente. Los reclamos que llegaron en masa a Chilectra tuvieron efecto, y al sexto día se hizo la luz en el pasaje Víctor Hugo. Ya no hubo más radio ni diarios, se devolvieron los alimentos en préstamo y la rutina instaló rápidamente la calma. Todos al trabajo, a rehacer las vidas. A volver a la dinámica de los saludos matinales y de los chismes al barrer. Al fuego fatuo de la solidaridad se le acabó la vida útil; no pudo quebrar la tradición de treinta años de conocerse, de confiar y ser amigos, pero nunca tanto. La movida madrugada del 27 de febrero irrumpió poderosamente en aquel apacible devenir, pero cuando ese poder se fue, todo quedó como un perpetuo febrero 26.

1 comment:

Voknahelio said...

Si se hubiera llamado Mario Hugo y no Victor, habría sido perfecto.