Wednesday, July 21, 2010

Crónica de la funa a Sebastián Piñera

Manifestación ante una inminente Reforma

EDUCACIÓN SUPERIOR, LA ESTOCADA FINAL

La Universidad de Chile reabrió su Casa Central para ratificar la reelección del rector Víctor Pérez y ungir al presidente Piñera como Patrono de la Universidad. Sólo días antes de la ceremonia, la prensa publicó los planes del gobierno sobre una nueva Reforma Universitaria, noticia que encendió la alarma entre los estudiantes. No queremos ser testigos de la agonía de lo poco de público que tiene el sistema chileno, por lo que decidimos hacer algo. ¿Qué? Veremos. Lo claro es que estamos contra el tiempo: en unos 40 días, todo podría terminar.


No lo esperábamos ni lo deseábamos, pero el día se veía feo. No habían pronosticado lluvia y, sin embargo, las gruesas gotas ya eran parte de nuestro cuero cabelludo. Pongámonos gorros, la capucha del polerón o resignémonos al resfrío. Éramos unos quince. Partimos desde nuestro campus, el Juan Gómez Millas, apretujados en dos micros: primero la 507 hasta Vicuña Mackenna, y luego la 210, que nos llevó por la Alameda. El destino, la casa de Bello. El objetivo: “funar” al Presidente de la República.

Supimos un par de días antes, gracias a un mail enviado por Julio Sarmiento, presidente de la FECH. “¿Qué imagen le vamos a dar? ¿Que estamos todos tranquilos y satisfechos con su gobierno y su agenda de Educación Superior? ¿O nos animamos a demostrar otra cosa?”, decía el correo electrónico que supuestamente nunca debió enviarse, ya que Sarmiento se comprometió con rectoría a no encabezar acciones contra el presidente Sebastián Piñera, quien visitaría la universidad para ser nombrado Patrono de ésta. Julio accedió, pero acudiendo al resquicio de “delegar funciones”: él no haría nada, pero otros –nosotros- sí.

El día anterior pintamos lienzos y armamos un rudimentario plan de acción. La información era contradictoria; no sabíamos si había estudiantes autorizados para entrar a la ceremonia, de modo que optamos por preparar algo de todas formas. Centros de Estudiantes, delegados de curso y concejeros FECH nos distribuimos las tareas y pasamos la tarde y noche previas pintando y avisando a quienes consideramos los precisos: aquellos que sí o sí irían a la actividad, esos compañeros que “van al choque”. El mail de Julio podía considerarse una torpeza, y cualquier filtración de nuestras intenciones hubiese sido catastrófica.

Pero ahí estábamos. El frontis de la Casa Central, tan maltratado por el terremoto de febrero recién pasado, estaba lleno de guardias vestidos de civil listos para impedirnos el ingreso. Esperamos unos minutos, y mientras la lluvia se intensificaba, hicimos una fila para entrar. Había una lista de representantes de Centros de Estudiantes, donde por supuesto que no estaban todos. Quienes no figuraban se las arreglaron para entrar, escabulléndose entre académicos y otros asistentes.

En el hall, los guardias nos revisaron las mochilas y retuvieron los lienzos. El del ICEI, que tenía dibujada una piraña (en honor al conocido apodo presidencial), se salvó gracias a que algunos compañeros decidieron quedarse afuera.

Los que entramos debimos pasar por una escalera de caracol y una segunda revisión de mochilas, para finalmente ubicarnos en uno de los balcones del Salón de Honor. Desde ahí contemplamos cómo el lugar se llenaba de la crème de la crème de profesores y políticos. Había tres guardias que, apostados atrás y a nuestros costados, no nos quitaban los ojos de encima.

Teníamos un par de cosas muy claras: 1) cualquier acción que intentáramos podía traernos peligrosas consecuencias, y 2) tendríamos la oportunidad única de decirle a Piñera unas cuantas verdades. Y no sólo a él: entre los “ilustres asistentes” estaban los ministros Rodrigo Hinzpeter, Jaime Ravinet y –era que no- Joaquín Lavín, el titular en Educación. Todos muy formales, con sus trajes impecables y corbatas inmaculadas, y con esa actitud segura, casi prepotente, que sólo puede dar la certeza del poder absoluto y la venia de sus subyugados.

Piñera, Lavín, y el rector Víctor Pérez ocuparon los sillones de honor. El maestro de ceremonia llama al presidente a recibir la medalla de oro que lo nombra Patrono de la Universidad. Él la recibe, vuelve a su asiento y la examina meticulosamente. Pérez también recibe la suya. El coro entona Carmina Burana. Entre nosotros cundía una mezcla de nerviosismo, expectación y un intenso asco de esa ceremonia tan pulcra, donde el reverenciado, al que insistían en llamar “Su Excelencia” no era otro que el verdugo de la educación pública chilena.


POLÉMICAS DECISIONES, AIRADAS REACCIONES

Meses atrás, los partidarios de Piñera usaban “prejuicios” o “chaqueteo” como muletillas para calificar cualquier crítica o proyección del futuro gobierno empresarial que no dijera lo que ellos querían escuchar. No obstante, los más negros vaticinios quedaron en nada a finales de junio, cuando el diario La Tercera publicó el paquete de medidas que anunció Juan José Ugarte, el jefe de Educación Superior designado por “La Nueva Forma de Gobernar”. Entre ellas destacan el financiamiento mediante fondos concursables sujetos a convenios de desempeño, lo que condenaría a desaparecer a las universidades más precarizadas, quienes jamás podrían competir con la del Desarrollo o la Adolfo Ibáñez; y una nueva institucionalidad, que crearía dos entidades: una que agrupe a todas las instituciones que imparten lo que los tecnócratas llaman “educación terciaria”, y otra que aglutine a las 60 universidades que hay en el país, ya sean tradicionales o privadas.

La noticia nos cayó como un balde de agua fría. Las medidas en sí no son lo que sorprende, porque durante los gobiernos de la Concertación el fenómeno privatizador continuó la línea empezada en dictadura; lo chocante es la celeridad que adquirió dicho proceso con este nuevo gobierno. Si llevando sólo cien días en el poder hacen este tipo de anuncios, ¿qué pasará cuando lleven dos años? Si ahora mismo Chile es un paraíso para los inversionistas privados, ¿qué tipo de país tendremos en 2014?

Le llegó al turno a Pérez de tomar la palabra. El rector dio un extenso discurso poblado de estadísticas y comparaciones con universidades brasileñas, las que reciben entre un 70 y 80 por ciento de aporte estatal. El ambiente era tenso. Todos esperábamos algún tipo de pronunciamiento de parte de la principal autoridad universitaria, que por suerte llegó. “Es inconcebible que se pretenda reducir aún más los escasos presupuestos que el Estado entrega a sus propias universidades estatales”, disparó Pérez. Y continuó: “Rechazamos, en un modo respetuoso pero de la manera más categórica toda propuesta que, con el argumento de modernizar el sistema universitario nacional, en los hechos termine por profundizar la privatización y mercantilización del sistema universitario”. A Piñera se le cayó la cara y nosotros aplaudimos eufóricos.

Cuando el discurso de Pérez todavía no terminaba, llegaron algunos miembros de la directiva FECH: Camila Cea (secretaria ejecutiva), Laura Olave (secretaria general) y Francisco Figueroa (vicepresidente) habían permanecido abajo, junto a todas las autoridades, y lograron subir después de mucho esfuerzo. “Nos querían dejar en la parte de abajo del Salón, separados del resto de los estudiantes”, dice este último. “Abajo era pura tensión, los guardias estaban histéricos y se empezaban a poner pesados. Menos mal alcanzamos a subir antes de que se chorearan definitivamente”.

Nos acomodamos en los asientos para escuchar a Piñera, quien no perdió la oportunidad de asegurar que “el gobierno no pretende reducir el presupuesto de las Universidades Públicas”. Tampoco evitó hablar de los convenios de desempeño, diciendo que “el Nuevo Trato significa no solamente demandas desde la Universidad hacia el Estado, sino que también significa demandas desde el Estado hacia las Universidades en muchos campos”, los que se centran en la ciencia y la tecnología. Las artes y humanidades, bien gracias.

Éramos estudiantes de ciencias exactas, ciencias sociales y periodismo, los únicos que decidimos a hacernos presentes. El discurso estaba por terminar, y Pancho Figueroa, que se sentó con nosotros, reveló entre susurros que bajo su chaleco tenía un lienzo, que debíamos desplegar cuando Piñera por fin se callara. Empezaron los aplausos, llegó el momento. Más que rápido, Pancho sacó un dobladísimo papel kraft, el que extendimos al tiempo que empezó la interpelación. Una oleada de pifias se hizo escuchar cuando Francisco dijo que las decisiones sobre la educación no podían tomarse “por gente que veranea en Caburgua o Cachagua”. Los guardias no dejaban de empujarnos peligrosamente contra el balcón, trataban de sacar el lienzo y nos exigían que saliéramos de ahí. El maestro de ceremonias dio paso al himno de la Universidad. “¡Usted no es digno de cantar este himno!”, le gritó Pancho a Piñera.

Terminado el acto, uno de los “guardias” nos dijo que tendríamos que acompañarlo. El tipo, apellidado Montoya, dijo ser capitán y jefe de la escolta presidencial. Nos exigió seguirlo para hacer un control de identidad. Al final sólo Francisco y Pablo Soto, estudiante de Sociología, fueron llevados al patio Domeyko. Afuera, nos enfrentamos a los pacos, que entraron por orden presidencial. Llegó la prensa y algunos académicos a exigir que los pacos salieran. Empujones y gritos. Soltaron a Pancho.

Nos disponíamos a salir cuando supimos que lo peor recién empezaba: las Fuerzas Especiales estaban afuera esperando para llevarnos presos. Y eso hicieron: unos muchachos de la Facultad de Ciencias estaban a punto de llegar al Metro, cuando los aprehendieron. Lograron atrapar a ocho compañeros, incluyendo a Julio Sarmiento, quien no participó en la “funa” y salió de la Casa Central a preguntar qué estaba pasando. Había que ir a buscarlos, por lo que en medio de una lluvia torrencial emprendimos la travesía hasta la Tercera comisaría, ubicada en avenida Matta. Para nosotros, la jornada aún no terminaba.


Lo que la tele no te mostró de la funa:




No hay funa sin desalojo:



Sunday, July 04, 2010

IGUAL QUE AYER

El pasaje en cuestión es parte de lo poco de residencial que le queda al sector céntrico de Maipú, una comuna que ha vivido la explosiva proliferación de shoppings, megamercados y locales varios. Si en los ’90 había tímidos supermercados distribuidos por todo el centro, y el Toqui que estaba al costado de la Plaza Mayor se erigía como el reino del lujo, con sus tarros de mantequilla de maní y otras delicias importadas; la última década fue pura modernización. Al contrario que Macondo, Maipú no se llenó de compañías bananeras, pero igual que aquel pueblito, enfrentó la explosión demográfica y la vorágine de ser una pequeña ciudad.

En el límite está Víctor Hugo (así se llama nuestro pasaje). Quien quiera escapar de la locura capitalista que se vive a pocas cuadras puede refugiarse ahí. Son dieciséis casas, una frente a la otra. Todas treintañeras, se conservan bien. Nadie diría que las construyeron en 1980 y que gran parte de las familias que ese año llegaron a habitarlas no se fueron más de ahí.

Quienes viven en Víctor Hugo desde que entregaron las casas ya tienen dos terremotos en el cuerpo. El de 1985 trizó el pavimento y dio el susto de sus vidas a los vecinos más jóvenes. Veinticinco años después, los padres de ese entonces - que ya son abuelos- se enfrentaron a un nuevo sismo, cuya potencia hizo sucumbir hasta la más férrea cerradura; pero lo peor fue el ruido ensordecedor de las casas que se mueven como botes, la oscuridad y la sirena que rugía en la compañía de Bomberos que está a dos cuadras. Y el miedo, por supuesto.

Podría decirse que los vecinos son unidos. Se conocen y se prestan cosas. Esa práctica cotidiana se hizo más habitual que nunca en los días posteriores al terremoto, donde la solidaridad venía en forma de un litro de agua mineral, unos fideos o un dato útil. La conversación diaria, el “¿Cómo estás?” o el “¿Qué te falta? Yo te presto” fueron gestos inéditos de una convivencia que rara vez pasó del saludo o de una breve charla de mujeres. El diario iba de casa en casa y el vecino con auto ponía la radio fuerte para que todos escucharan e hicieran más cortas las noches sin luz.

Los días pasaron y la normalidad regresó paulatinamente. Los reclamos que llegaron en masa a Chilectra tuvieron efecto, y al sexto día se hizo la luz en el pasaje Víctor Hugo. Ya no hubo más radio ni diarios, se devolvieron los alimentos en préstamo y la rutina instaló rápidamente la calma. Todos al trabajo, a rehacer las vidas. A volver a la dinámica de los saludos matinales y de los chismes al barrer. Al fuego fatuo de la solidaridad se le acabó la vida útil; no pudo quebrar la tradición de treinta años de conocerse, de confiar y ser amigos, pero nunca tanto. La movida madrugada del 27 de febrero irrumpió poderosamente en aquel apacible devenir, pero cuando ese poder se fue, todo quedó como un perpetuo febrero 26.