Saturday, November 20, 2010

5. Fragmento

Detengámonos aquí. Creo que la juventud es la última oportunidad que tenemos para desordenar todo. En esta parte, tú me confrontas y me dices que opinas lo contrario: que a los viejos están frustrados y les da flojera seguir luchando porque han pasado por muchas derrotas y eso los deprime, cosa totalmente entendible. Según tú, nosotros en cambio tenemos toda la vida por delante y no hemos vivido grandes fracasos. Yo acoto que digo que es “la última chance” porque tenemos veinte años y en este momento de nuestra vida tenemos el mínimo (muy mínimo, pero mínimo al fin) de madurez que se necesita para emprender cualquier lucha, porque tenemos tiempo y no tenemos que trabajar, debido a que la mayoría de nuestros contemporáneos se limita a estudiar.


En términos de perspectiva, si la juventud mira hacia adelante, los viejos viven algo completamente distinto. Consagraron su vida al trabajo y cuando llegan a la edad que tienen, se dan cuenta de que no vivieron nada, es decir, tuvieron una vida pero la malgastaron en la fábrica o en lo que sea que hayan hecho, sin tener ni un instante de pasión. Para ellos todo fue producción y nada de relación.


De hecho, pienso que la universidad es una suerte de “luna de miel”, el último instante de libertad y despreocupación que nos queda antes de insertarnos para siempre en el trabajo asalariado. Es cierto que somos sujetos productivos desde que nacemos y que incluso cuando creemos estar entregados al ocio estamos trabajando, pensando en trabajar o incluso deseándolo ¿No te ha pasado que en medio de una fiesta, cuando deberías pasarlo bien y olvidarlo todo, sólo puedes tener en mente pruebas, trabajos y reuniones, y anhelas volver al puesto de trabajo para hacer lo que tengas que hacer? ¿Cuántas veces has dejado de visitar a tu familia o de compartir con ellos una sobremesa porque estás inquieto, y sólo quieres instalarte frente a los libros o el computador y hacer cosas? Eso es la culpa. Confesaré con vergüenza que frecuentemente la siento, y me exijo seguir adelante y hacer muchas cosas; me invento trabajos y si llego a instalarme a leer o ver alguna serie de televisión no lo hago en paz, porque mi mente está en los trabajos que vienen, en los estudios, la organización y otras cosas que hago pero que en esta ocasión no detallaré.


Aquí volvemos a chocar, porque si bien coincidimos en todo, me cuestionas algo: la universidad como espacio de libertad. Tú consideras que es lo contrario, en el sentido de que, si bien no es tan indigno como el trabajo asalariado, el trabajo universitario hace del estudiante una persona miserable que tiene que dedicar gran parte de su vida, sino la totalidad de ella, a la universidad, que si bien incluye amistades y diversión, esencialmente significa estudiar, cuestión que acarrea muchas otras cosas: estrés, falta de sueño depresión, hasta suicidios. Entiendo tu punto, ya que sé de algunas cosas que enumeras. El estrés es mi copiloto y hasta hace poco tenía récords de vigilia, hasta que decidí cambiar esos hábitos nefastos y acostarme temprano.


En fin. Quisiera acusar es la existencia de un doble juego. Por un lado está nuestro caso, donde tenemos la posibilidad y la suerte de estar en la universidad y con eso, poder “hacer cosas”, ya sea porque conocemos gente que piensa como nosotros (así nos conocimos, recuérdalo), porque tienes una relativa libertad, nadie te molesta y podríamos creer que existe un cierto pluralismo. Puedes formar colectivos, aprovechar lo que estudias para trabajar con pobladores y ayudarlos en su lucha por una vivienda o por la reparación de los daños que dejó el terremoto. Se pueden hacer muchas cosas por "la causa". Sé que entiendes lo que te digo y que ahora mismo piensas en tu propio trabajo, así como yo digo todo esto pensando en el mío. El punto ahí es que, por otro lado, además de lo esclavizantes que son los estudios, si queremos hacer algo por la causa, tenemos que dedicarle tiempo, energía y amor, y nos amarramos a mas y mas pegas.


Entonces, podemos odiar el futuro profesional que nos espera. En este preciso momento tendemos a ver la explotación que viviremos como algo que viene, que es inminente pero podría decirse que lejano aún, porque aunque no nos guste, estamos en una burbuja donde hacemos convivir lo obligatorio de los ramos con las pegas que hacemos voluntariamente, pero que son pegas al fin y al cabo, con todo el desgaste que eso implica.

Si te fijas, pensamos bastante parecido. Venimos de mundos distintos, de experiencias distintas que llevamos interiorizadas en nuestra subjetividad, en tanto somos seres históricos. Nuestras especificidades chocan en tanto que son distintas, se modifican y crean relaciones nuevas. Un ejemplo claro es esta conversación. Ahora que está más avanzada puedo advertir la verdadera motivación de toda esta aparentemente inútil problematización.

Cuando Vaneigem pregunta “¿Sientes la necesidad de hablar con alguien que te entienda y actúe en el mismo sentido que tú (rechazo del trabajo, de las obligaciones, de la mercancía y de la verdad de las mentiras que constituye el espectáculo?”, sólo puedo pensar en mis compañeros. En algunos más que otros, pero también en ti, que eres el punto de partida de este diálogo. Lo que puedo extraer de esa interrogante es que las palabras tienen que derivar en acciones. De no hacerlo, es pura burocracia, pura palabrería sin rumbo que enfrenta directamente a lo que realmente necesitamos: proposiciones concretas, hacer cosas. Salir a la calle y desordenarla, no quedarnos en el lamento ni en el consenso de lo malvados que son los pacos o los políticos.

Me mostraste otra cita de Vaneigem, que aparece en el Tratado del Saber Vivir para el uso de las Jóvenes Generaciones: “los que hablan de revolución y de lucha de clases sin referirse explícitamente a la vida cotidiana, sin comprender lo que hay de subversivo en el amor y de positivo en el rechazo de las obligaciones, tienen un cadáver en la boca”. Esa subversión es la que quiero, la que queremos: una rebelión donde cada palabra, cada grito y cada paso que demos sea intenso, donde lo sintamos de verdad, tanto así que ese sea el estilo de vida que podamos darnos el lujo de escoger; una vida vertiginosa, bien aprovechada y sobre todo, feliz. Esa lucha puede ser todo lo cansadora que se quiera, pero es lo que nos gusta. Y vamos por esa búsqueda “de lo vivido auténtico, no falsificado, no invertido, no sacrificado. Aceptarse tal como uno es, en su especificidad concreta, es una conquista que supone la liquidación del sistema mercantil y la organización colectiva armonizada de las pasiones individuales”.

Entonces, alégrate. Puedes sonreír; yo también lo haré porque creo entender el sentido de esta búsqueda que sí vale la pena. Nada de griegos acá, ni de la luz de la verdad ni nada parecido. La búsqueda de la felicidad que hemos de emprender debe aplicarse a la vida cotidiana. Para que cada día no sea uno más, uno que da lo mismo, que quieres que se termine pronto y olvidarlo para siempre. No, tenemos que ir por algo distinto: por una vida de verdad donde podamos darnos el lujo de sentir intensamente y sin vergüenza, y donde seamos capaces de deshacernos de todos los preceptos que ahora nos amarran; que olvidemos que la esclavitud “te dignifica”, que dejemos de competir con el vecino en función de quién es el más trabajador. Que la diversión deje de ser mal vista por los más moralistas y que nos la convirtamos en la vida misma, una vida donde cada experiencia sea una aventura nueva y la capacidad de asombro no termine jamás.

No lo olvides: cuando a veces te sientes tan desgraciado y no sabes muy bien el porqué, cuando cambias los lienzos por más horas de sueño, cuando en medio de divagaciones te enfrentas a cuestionamientos como los que hemos enunciado e intentado desarrollar, empezaste tu travesía hacia la verdadera vida.

Si estamos hartos del dinero, de la apariencia de la vida, de la concentración del poder, la segregación y la represión, ya estamos luchando. Si el hartazgo nos conduce al deseo del sabotaje, ya empezamos a andar. Ya estamos luchando por una sociedad de decisiones colectivas, donde “las divergencias entre los individuos y los grupos se dispongan de tal manera que no concluyan en mutuas destrucciones sino que, por el contrario, se refuercen y beneficien a todos”. Luchamos por un equilibrio, por una sociedad justa y sin barreras, donde la diversidad sea base de la armonía que constituye el ambiente ideal para la felicidad de todos, para una explosión de sentimientos y la liquidación de prejuicios de raza o nacionalidad.

Somos gente que hace cosas. No pensemos en el desgaste de reuniones y articulaciones, de redacciones y movilizaciones. Nos agota y nos gusta, porque nos da energía, vínculos, fuerzas y nuevas experiencias. Ahí está la vida, en pequeñas chispas. Así lo veo yo, le llamo “vida” a expresarme porque en esos momentos estoy sintiendo. Me pasan cosas y siento que despierto. En esos instantes me libero de la modorra de la rutina; por eso tenemos que intervenirla las veces que sea necesario.

Alégrate. Ya estamos luchando.


FIN



Wednesday, November 17, 2010

4. Fragmento

...En realidad, estamos cumpliendo un rol que nos corresponde de acuerdo al lugar que ocupamos en esta sociedad. Tú eres de los que piensa que hay que reunir todos los esfuerzos para poder construir bases para la revolución. Ese es el único camino para poder crear un movimiento revolucionario y estudiantil que sea fuerte y permanente. Para aglutinar hemos asumido el papel de aunar criterios y diversidades. Otros han tenido que consagrarse a otro tipo de labores. La división del trabajo deviene en la aparición de funciones, siendo la intelectual correspondiente al amo, y la manual al esclavo.

En su condición de asalariado, el esclavo se ve obligado a sacrificar un mínimo de ocho horas de su vida para convertirlas en trabajo, a cambio de una minúscula cantidad de dinero. El resto se lo queda el patrón, lo sabemos bien. Es algo que vemos todos los días; si te digo “dieta parlamentaria” sabrás a lo que me refiero. Incluso en Rebelión en la Granja, George Orwell lo ilustra en la figura de los cerdos, quienes basan su supremacía en la explotación y el maltrato hacia los otros animales, quienes hacen el trabajo sucio mientras los cerdos comen mejor que nadie y gozan del ocio, justificando la imposición de ese orden en que ellos son los más inteligentes y capacitados para administrar la Granja, y que tamaño esfuerzo intelectual merece una recompensa que materialmente se traduce en una serie de privilegios: mejores raciones, mejores estancias, etcétera.

Atendamos a Marx, que dice que las fuerzas de producción terminan causando un gran daño y pasan a ser fuerzas de destrucción (el autor alude a las máquinas y al dinero), y “lo que está relacionado con ello, que se da origen a una clase que tiene que soportar todas las cargas de la sociedad sin sacar provecho de sus beneficios, a la que se hace salir de la sociedad y se constriñe al antagonismo más firme con todas las demás clases; una clase que constituye la mayoría de todos los miembros de la sociedad”. Esa misma mayoría es la que permanece silenciada. El rebaño se limita a pastar y regalar su lana, sin caer en la cuenta de lo que al parecer no es tan obvio: que son mayoría y que articulándose en serio pueden terminar con aquello que lo subyuga y, por qué no decirlo, ser libre y feliz.

Pero no es tan sencillo. En su calidad de regulador y protector de la mercancía, el Estado ha de velar por la continua producción y la perpetuación del orden establecido. He ahí un motivo de la organización del biombo ideológico que coarta cualquier amago reivindicatorio incluso cuando éste empieza a concebirse. En ese sentido, el Estado no está solo. Podríamos decir que tiene dos maneras de pedirte que trabajes y obedezcas. La primera es por las buenas, con el circo mediático y su moralización entretenida. La segunda es por las malas: echándote encima a los pacos, guardianes por excelencia del Estado y su sistema mercantil. Donde haya Estado habrá policía lista y dispuesta a detener cualquier alteración que quieras hacer al curso habitual de la ciudad o del Estado mismo. Sócrates define a la policía como aquellos encargados de cuidar la ciudad y establece que éstos deben tener un temperamento “apacible y fogoso a la vez”. Volviendo a Marx y la repartición del trabajo, cada cual tiene un determinado e impuesto círculo de acción y no puede salir de ahí. El cazador caza, el pastor pastorea y el paco te pega. Con esto, te oprime y te recuerda que no eres nada y que el Estado es todo.

Hasta ahora, hemos descrito un panorama inquietante. A primera vista, cualquiera podría decir que nos hemos limitado a enunciar dinámicas de la sociedad y de la vida misma. Pero no. Lo que hemos hecho es describir un sucedáneo, eso que nos venden como vida pero no lo es, y nosotros no sentimos y lo sabemos. Así como identificamos las marcas piratas que imitan casi a la perfección a las originales, sabemos que la rutina no es más que un transitar y que la verdadera vida, no la vida entre comillas, es otra cosa que no sabemos muy bien cómo describir y que escasamente podemos imaginar, pero de cuya existencia estamos más que seguros.

Insistiré en la constatación de la obligación del trabajador a cumplir el rol que le corresponde, para así satisfacer necesidades básicas como comida, vivienda y ropa. Precisamente, el trabajo es el medio de satisfacer dichas necesidades, así fue concebido y así nació: para mantener vivos a los seres humanos. No obstante, y ya teniendo completamente asumido que esto no merece pretender llamarse vida, deberíamos dar el siguiente paso; ser conscientes de nuestro derecho a sabotear todo lo que sirve para destruirnos: el trabajo asalariado, la manipulación, la desigualdad, el mercado y el espectáculo.

El orden social es asqueroso y te fuerza a todo. Incluso donde crees ser autónomo hay fuerzas operando para empujarte hacia algún lado. Supongamos que te sientes tremendamente atraído por alguien, pero tus amigos y conocidos no la quieren o creen que es estúpida o impopular. Si te alejas, el miedo gana, y con esto ganan tus opresores. Si insistes en acercarte, estás desafiando a la presión social, a la espectacularidad que impregna la vida cotidiana de apariencias. A lo que voy es que esta pseudo vida nos dota de caretas que nos hacen más funcionales y más útiles, más motivados y trabajadores. Pero cuidado: cuando éste pasa a ser un estilo de vida, en realidad se convierte en una no-vida, en la negación de ésta y en la alienación del hombre que deja de ser hombre para, como hemos conversado, ser maquinaria y transitar en el no-tiempo.

Estamos hartos de todo eso, de los tiempos muertos que separan el término de una tarea y el comienzo de otra. De las obligaciones que hacen que la verdadera vida se pierda. No queremos ser seres grises que miren cómo pasa el tiempo sin que pase nada. Me gusta cuando Vaneigem sostiene que ya no hay jóvenes ni viejos, sino unos individuos más o menos vivos”. Así las cosas, fácil es concluir que es posible que un quinceañero viva más que su propio padre, si se da el caso de que el muchacho se da la oportunidad de conocer y experimentar el mundo y las relaciones con otros seres humanos, cosa que su papá, sometido a la legalidad impuesta por el trabajo (desde horarios hasta modos de comportarse), no puede hacer. En el ejemplo que te doy, el chiquillo estaría rebelándose contra los muertos que gobiernan y los muertos gobernados.


Anteriormente dije que la lucha nos hace sentir libres y vivos. Felices, diría yo. Intensos, gritones, chascones y jóvenes. A propósito de la juventud, recordaré una bella cita que compartiste conmigo. Es de Mustafá Kayatí: “Es justamente la juventud la primera en asegurar una irresistible pasión de vivir y de sublevarse espontáneamente contra el tedio cotidiano y el tiempo muerto que el viejo mundo continúa segregando a través de sus diferentes modernizaciones”.



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Wednesday, November 10, 2010

3. Fragmento

Tú opinas que está todo diseñado, pero no para evitar el pensamiento, sino para que no queramos hacer nada: aceptamos las condiciones de “vida” que nos imponen el trabajo o el estudio, pero sólo firmamos ese contrato porque sabemos que, dadas las condiciones, no hacerlo es infinitamente peor. Y no nos gusta, estamos cansados, aburridos y deprimidos, pero no hacemos nada, sólo nos revolcamos en la inercia, al tiempo que esperamos el próximo fin de semana, las vacaciones, la noche o el momento que sea para detenernos por un rato y creer que estamos descansando.


Yo te respondo que el sistema está perfectamente armado para que no podamos pensar ni ejecutar. Ello, porque existe una rutina demasiado sólida, y para hacer algo tienes que romperla. La rutina es una estructura con horarios y tiempos muy bien amarrados, con escasos o nulos huecos libres. Así las cosas, ¿cómo ir a “funar” al presidente? Simple: desarmando eso. No yendo a clases, alterando esa rutina que te impide hacer cualquier cosa que intervenga en el cumplimiento de tus deberes. Uno sabe que cuando hace eso, arriesga cosas como perderse una evaluación o tener problemas de asistencia. Son superfluas pero a la larga afectan porque siguen desordenando tu rutina, pero no para darte tiempo de dedicarte a otras actividades, sino que te dan más trabajo, y estamos claros que eso puede aminorar el ímpetu por moverse.


Sinceramente, creo que así como hay tanta gente que ama todo tal como está, hay otros tantos que quisieran cambiarlo, pero se quedan en el deseo y no hacen nada porque respetan mucho esa estructura. La clave es alterar la rutina y romper esta cotidianidad.


Repetiré algo que ya dije: nosotros queremos cambiar el mundo. A continuación, repetiré también que una forma de canalizar ese anhelo es la política estudiantil: aprovechamos el espacio universitario para llevar a cabo todas las iniciativas que se nos ocurran, para organizar la resistencia contra todo aquello que quiere destruirnos y ayudar a otros. He ahí la ligazón de nuestra condición de estudiantes privilegiados con la enajenación de la producción en serie. Lo que nosotros hacemos en nuestras facultades es trabajo. Estudiar es un trabajo y cultivar la tierra también es trabajar. No obstante, los agricultores sirven para ejemplificar un tipo de trabajo que, llevado a la vida auténtica que algún día queremos experimentar, bien podría calificarse como “ideal”, ya que produciríamos lo que sea realmente necesario para que todos estemos sanos y bien alimentados, y no en cantidades industriales que terminan por esclavizar al hombre y lo condenan a dedicar su vida a producir sin descanso, cosa que al final no es vida. Como dice Vaneigem, cuando trabajamos para la reproducción y acumulación de mercancías, dejamos de pertenecernos y nos convertimos en extraños a nosotros mismos. Dicho de otra manera, nos tornamos máquinas.


(...)


A mí me gusta hacer todo lo que hago, pero no por amarlo no lo cuestiono. Es más: creo que nuestro activismo merece análisis, porque ahí puede encontrarse una contradicción. Ambos estamos contra el trabajo forzado (ese que, como hemos discutido hasta la majadería, priva al hombre de su humanidad y lo transforma en mera cosa), pero resulta que por un lado despotricamos contra éste y por otro nos quedamos hasta la madrugada trabajando para nuestros respectivos colectivos, corremos de un lado para otro organizando actividades y dedicamos tiempo de nuestro fin de semana o vacaciones a la eterna producción. Entonces qué, ¿somos esclavos nosotros también?

Yo creo que a veces sí lo somos. Lo angustiante es darse cuenta de eso, es decir, estar en medio del estrés de leer documentos o ante la flojera de pintar un lienzo y sentirse asfixiado, “moralmente obligado” a seguir adelante sin quejarnos, a hacerlo luego y hacerlo bien. Nos cuesta admitirlo, pero es así. No estamos en una oficina ni en una construcción, no tenemos hijos y lo hacemos porque queremos, pero de todos modos el trabajo es más fuerte y nos aprisiona ahí donde creemos tenerlo controlado. En otras palabras, nos consume. Y nosotros, que nos creemos tan rupturistas, no hacemos más que reproducir la estructura burocrática que atacamos. Tantas reuniones, coordinaciones y asambleas son más trabajo del que tenemos por el solo hecho de ser estudiantes y tener que responder académicamente.

Y ya que nos pusimos autocríticos, diré que de poco sirve que sepamos que nuestra sociedad establece que el trabajo es bueno para mantener a los cuerpos sumidos en la producción. Si tenemos esto claro, sería lógico que no caigamos en el juego de los medios de comunicación y las dinámicas de las relaciones sociales hagan mella en nosotros; lo que deberíamos hacer es ignorar esos preceptos y hacer lo que se nos antoje, sin presiones de por medio. Pero olvidamos que vivimos los 90’s, época de ultra arraigo del consumo como forma de ser exitoso o por lo menos ser “alguien”, donde además se interiorizó el concepto de meritocracia, que desde siempre nos han inculcado. Lo tenemos en la piel, qué le hacemos. Por eso nos debatimos entre las fuerzas malignas y las que nos empujan a rebelarnos; por eso escapamos del deber con adrenalina y con la certeza de hacer algo socialmente incorrecto, pero personalmente delicioso.

Ahora, ¿qué se puede hacer para escapar de ese destino? “Abolir el trabajo forzado”, dices tú. Suena bien, pero no tenemos tanto tiempo. Lo ideal sería vivir como los hobbits y dedicarnos a la cerveza y cultivar la tierra, pero no se puede. Es la esclavitud o el hambre. Esa es nuestra condena, contra la que luchamos. Por eso trabajamos y nos metimos en este círculo vicioso de difusas fronteras, donde nos alienamos pero lo hacemos para romper el orden social que nos oprime, y porque la rebeldía que nos lleva a hacerlo es la que nos hace sentir un poco vivos.


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Saturday, November 06, 2010

2. Fragmento

Pero, por muy espantoso que nos parezca, ese es justamente el papel de los medios de comunicación. Yo me jacto de que sé del tema, así que permíteme contarte. Éstos instalan los dispositivos simbólicos que regulan las relaciones de todos los socios de la sociedad; separan lo bueno y lo correcto de lo malo y equivocado, lo que está de moda, lo que debe hacerse, etcétera.

(...)

Por otro lado, los medios de comunicación establecen el precepto de que el trabajo es bueno, que es lo mejor que puedes hacer con tu vida. Quienes formen parte de los índices de cesantía sólo serán – en el mejor de los casos- los pobrecitos desafortunados que no pueden laburar. En parte sí: porque quien no trabaja no come, y quien no come, se muere. Pobres de ellos. En el peor de los casos, quienes conformen la masa desocupada no serán más que una tropa de flojos, que son pobres porque les gusta y porque quieren que les regalen todo, y que cómo es posible porque si hay algunos que trabajan sin descanso, estos otros zánganos quieren vivir a costa de los demás… etcétera. ¿Te suena ese discurso? Yo creo que sí, y eso es porque además de haberlo escuchado durante toda tu vida, a veces puedes sentir una especie de voz que lo grita dentro de ti y te dice que tienes que avanzar, que tienes que seguir trabajando, que debes hacerlo bien y estar pendiente de que quienes te rodean lo hagan también. Este tipo de construcciones están socialmente arraigadas por culpa de los medios de comunicación, quienes te presentan la producción como un estilo de vida. El capitalismo te muestra este panorama como el único posible, con la trampa del descanso al llegar a casa, del happy hour con los compañeros de oficina o con el circo de la televisión. Lo que no sabemos es que en cada uno de esos momentos de “abstracción” seguimos produciendo, pero desde la vereda del consumo.

Para que dejaran de mentir esto tendrían que desaparecer. No pueden reformarse, por ejemplo no puedes pedirle a Las Últimas Noticias que deje de poner minocas en las portadas, así como tampoco puedes esperar que algún día El Mercurio deje de ser tan, pero tan re facho, porque no sucederá. Si estamos hartos de la mentira organizada, debemos cortarla de raíz. Sólo así avanzaremos hacia una sociedad donde, como dice Vaneigem, cada uno de nosotros pueda dar a conocer lo que le interesa gracias a la libre disposición de las técnicas (imprentas, telecomunicaciones)”. Sin medios que profiten del circo al que estamos arrojados, podremos construir una vida realmente apasionada y dejaremos el cúmulo de apariencias que es la “vida” en la que estamos insertos. En la auténtica vida, el discurso debe pertenecer a todos, no al que pagó más. En esa vida de verdad no pueden existir dueños de la palabra que tracen fronteras, te digan lo que tienes que hacer y nos dividan entre funcionales y enemigos del sistema.

El tema de los medios como configuradores de la sociedad y guardianes del orden establecido es notable. Me parece necesario escribir sobre él y (sobre todo) socializarlo, porque ellos son quienes canalizan el poder. Ellos forjan y protegen esta sociedad de la vigilancia y le evitan al Estado el engorroso esfuerzo de meternos un chip en la nuca. No es necesario, porque nos tienen moldeados, dóciles y respetuosos de las reglas, y porque siempre habrá alguien dispuesto a delatar al que desobedece. Eso pasa porque todos tienen mucho miedo. O tenemos si quieres. Me incluyo; no quiero sonar como con ínfulas de superioridad, como diciendo "ellos temen, yo no".

En distintas medidas, todos tememos. Lo importante es tener muy presente que cuando nos da miedo, estamos cediendo al poder, al orden que nos imponen. Cuando claudicamos, ellos ganan y cumplen el objetivo de mantenernos en el sosiego. No es casualidad que nos presenten la calle, las relaciones… en fin, el mundo, como un lugar peligroso donde no se puede confiar en nadie y donde la única salida es arreglártelas solo. Si se mantienen los cuerpos produciendo, y si además te aseguras de crear las condiciones que les impidan crear lazos, pensar al mundo y pensarse a sí mismos, la sociedad funciona. Por eso la moralización del discurso del poder –y la canalización de ésta, cortesía de los medios de comunicación- va acompañada del eterno espectáculo y de la apariencia de un goce tan alienado como el trabajo mismo. Todo ha de ser brillante y simpático, entretenido, chispeante y sobre todo hipnótico; no vaya a ser cosa que desviemos la mirada y nos pongamos a reflexionar, cosa difícil, porque desde pequeños experimentamos el ahogo de cualquier asomo de idea contraria o cuestionamiento. Lo tenemos tan arraigado que nos cuesta imaginar formas distintas o acceder al pensamiento. Súmale el miedo a abandonar la plácida seguridad de la “vida” y obtendrás la no-relación, la no-articulación. La consecuencia inmediata es que todo sigue igual.


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Tuesday, November 02, 2010

1. Fragmento

Acabo de decir que venimos de mundos diferentes. Entonces, ¿qué podríamos tener en común? Lo dije más arriba: las ganas de cambiar las cosas que sólo pueden tenerse a la edad que nosotros tenemos. De aquí deriva algo fundamental, me atrevería a decir que el verdadero motivo de este intento de diálogo: pasa que si anhelamos de tal forma que la sociedad deje de ser como es (es decir, desigual e injusta, con el hombre explotado por el hombre, etcétera) debemos hacer algo. ¿Hacer qué? Trabajar, pues. Creer en las masas, en el levantamiento, en la rebelión del rebaño oprimido y cansado. Es un esfuerzo titánico y lo sabemos; también sabemos que es más que probable que ni nuestros hijos ni nuestros nietos vean ese nuevo mundo que queremos forjar... pero no nos importa, no por eso permaneceremos impávidos. Nuestro deseo de cambiar las cosas es directamente proporcional al tiempo y la energía que dedicamos a la causa.

¿Cómo lo hacemos? Ambos hemos escogido la política estudiantil como modo de expresión de nuestras inquietudes. Ahí es donde canalizamos esos anhelos de agitarlo todo para algún día encabezar la rebelión popular. La realidad, sin embargo, nos dice otra cosa: cuesta atraer a los compañeros y sumarlos al trabajo de información y movilización. La mayoría parece estar más interesada en simplemente pasar los ramos, en estar con los amigos y no hacer otra cosa. Nos duele admitirlo, pero somos los mismos de siempre. Pero por deprimente que pueda ser, seguimos en nuestro empeño, porque nos hace sentir libres y vivos. Hablaremos de eso más adelante.

Pero vamos por parte: me prestaste De la huelga salvaje a la autogestión generalizada, de Raoul Vaneigem. Yo no tenía idea de su existencia, y no la tendría todavía si no fuera por tu acertado gesto. Considero pertinente citar una de las preguntas que él se hace en este libro para seguir instalando el problema que nos convoca. Dice Vaneigem: ¿Tienes a menudo la sensación de estar en un mundo al revés, en el que las personas hacen lo contrario de lo que desean, pasan el tiempo en destruirse y en reverenciar lo que las destruye, obedecen a unas abstracciones a las que sacrifican la vida real?”. El libro entero me encantó, pero se me viene a la mente esa frase, que considero ideal para problematizar la existencia del trabajo alienado.

(...)

Nosotros detestamos la desigualdad. Ya te conté que hace muchos años me di cuenta de que no puedo vivir con eso, y sé que te pasa algo similar. De hecho, estaba tan harta del tema que dejé de ver noticias, espectáculo donde se reproduce la injusticia como si nada. Los noticieros son voceros de esta asquerosidad de gobierno que tenemos, donde cada asalto a mano armada a nuestros bolsillos simplemente “se anuncia”. Me di cuenta de que me enojaba tanto que ese estado se extendía a todo lo que hacía; por eso apagué la televisión y me encerré en mis propias cosas. Pero me sirvió de poco. Salgo a la calle y veo niños o ancianos mendigando en las calles, limpiando parabrisas o intentando hacer malabarismo en los semáforos para ganar algunas monedas. Es imposible pedirme (o pedirle a cualquiera) que algo así no le duela. En ambos casos, se es demasiado joven o demasiado viejo para seguir amarrado a la producción –entendiendo ésta como la primera acepción que se nos viene a la mente: un empleo remunerado-. Sabemos que no deberían estar ahí, pero si están es porque están desprotegidos y porque las condiciones materiales de su existencia no les ofrecen otra manera de sobrevivir.

No es agradable estar rabioso siempre, pero basta con hojear los diarios para tener ganas de gritar tu descontento...

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