Monday, April 04, 2011

Ciudad

Hay muchos Santiagos. Lo escribo pensando en los que frecuento en los días de universidad, y en los que evito, quizás porque me asquean. Escribo pensando en la caminata de esta mañana por las calles de Maipú, llenas de basura, con el sol golpeando la vereda y las viejas acarreando bolsas y cabros chicos. Aunque periférico, ese también es Santiago. Uno de los tantos.

Pero ese Santiago es uno de los desconocidos, esos que se empeñan en esconder bajo el metro que va por arriba, el dividido por las autopistas que nos hacen creer en las vías de desarrollo donde NO estamos; ese Santiago no se reconoce a sí mismo ni se identifica con el que todo el mundo sí conoce: el de la Moneda, de la locura del Paseo Ahumada o el de la estación Baquedano. La línea divisoria entre los ricos y los pobres (¿la hay? ¿Sigue siendo esa?) marca el Santiago favorito, el popular, pero no el pobre. El Santiago del cine chileno, de los cafés bonitos, el que a tantos que conozco les gusta recorrer, que creen que caminando por un par de callejuelas emblemáticas lo conocieron todo, y no es así.

En fin.

Ese Santiago de Plaza Italia pa’rriba (o, seamos generosos: del centro pa’rriba) es tan trillado, tan loco y tan brillante (mientras más subes, más brillo tiene), tan luminoso que se me hace falso. Sí, es Santiago, pero solo uno de tantos, que no se nos olvide. Pensar que es el único y maravillarse con él, y encontrarlo increíble, gigante y glamoroso es como querer a Latinoamérica por el carnaval de Río y las ruinas aztecas, ignorando – sigo citando la canción- a la gente sucia que vaga las calles dispuesta a venderse por unos U-S-A dollars.

O por una moneda de cien pesos.

Ese Santiago del mundillo influyente, de los grandes carretes y de tanta hipocresía solo puede existir en el barrio alto y en las tremendamente arribistas películas chilenas. Esa frivolidad es cierta, la he visto y la he sentido, pero cuando me desplazo durante horas en una micro veo una realidad completamente diferente. En Maipú, por ejemplo, ese glamour no funciona. En la universidad tampoco. Quizás porque somos abajistas y preferimos el Santa Helena de litro y medio antes de un roncola de tres lucas. Me doy cuenta de que estoy en una encrucijada y que no sé decidir qué es “menos malo” entre las dos opciones que me planteo.

Detrás de ese Santiago bullente, tan distinto a otras ciudades y pueblos chilenos, está la miseria que algunos tanto quieren tapar con algarabía, con estrés, producción y comida rápida. El Paseo Ahumada como una pequeña Latinoamérica, como símbolo de lo emblemático y de lo más triste y patético que somos. La podredumbre de las relaciones humanas, la violencia y la humillación como constantes en cada palabra y cada mirada rehuída. Ese es el Santiago que te niegas a ver.

Deberías salir a gastar tus Converse caminando “hacia abajo”. Torcer la ruta, ignorar las estaciones del metro e inventar tus propios caminos. Olisquear el aceite quemado de sopaipillas y empanadas de queso, encontrarte con los mendigos que tan mal le sientan al Santiago cosmopolita y casi desarrollado, pasar por villas y escuelitas, por veredas sin pasto y con maleza… sacarte los audífonos y escuchar de verdad. Todo eso que verías también sería Santiago, uno menos liviano y más “de verdad”. Un Santiago tan Santiago como el de los bares caros y las fiestocas influyentes, que no te dejan nada pero que mueres por visitar, porque es bonito y entretenido, no lo niego. Visitar y aprovechar antes que se acabe, porque en una de esas, cuando todos te den la espalda, en realidad no serán todos. Tal vez si te esfuerzas quedará alguien. Alguien en medio de estos seis millones de habitantes.

Tú, que crees conocer Santiago, en realidad no sabes nada.

Porque uno nunca deja de aprender.