Saturday, April 17, 2010

TRANSICIÓN (Autobiografía)

Nacimos a fines de los ochenta. Mi generación es la que se conoce como “la última generación cuerda”, un invento para los veinteañeros que se niegan a asumir que ya no arrastran la bolsa del pan, o que insisten con eso de que todo tiempo pasado fue mejor. A ellos les gusta recordar que comíamos jugo en polvo y jugábamos con los vecinos del pasaje; que crecimos sin saber qué carajo era Internet mientras el pop de las boys band gringas nos enseñaba desde chiquitos los cánones de belleza que jamás podríamos alcanzar.

Ahora que la adultez se nos vino encima, nos dio por hacer chistes sobre nuestras vidas. Lo que alguna vez empezó como un simple comentario que pintaba para intrascendente pasó a ser material de continuas bromas que cada cierto tiempo nos recuerdan que lentamente nos estamos convirtiendo en los adultos jóvenes que nos da pánico ser.

“Estoy pasao a visita del Papa”, dice el que nació en el ’87, en tanto que la del ’88 asegura estar “pasá a Plebiscito y triunfo del NO”. Reímos y ellos me dicen (o tal vez yo misma lo dije) que estoy pasá a transición. No pudo ser el Muro de Berlín ni el derecho a huelga en Hungría: mis amigos decidieron que ese período ambiguo donde entra Aylwin y sale Pinocho es el acontecimiento ad hoc para mí, que cambié útero por oxígeno en marzo del ‘89.

El comentario que sigue es “ah, pero yo nací en un país libre”, como queriendo decir que cuando se me ocurrió venir al mundo, la dictadura era sólo un resabio amargo, un capítulo terrible que estaba pronto a terminar, y que una vez finalizado, no volvería jamás. Ingenuos de nosotros, que por gracia jamás hemos sido perseguidos ni torturados, pero que cada día vemos cómo el modelo social del consumo enfermo y el individualismo avanzan sin que nada ni nadie pueda detenerlos. Es como el avance de la nada que describen en La Historia Interminable: la nada arrastraba a todas las criaturas de Fantasía, que una vez prisioneras se convertían en mentiras. Así como vamos, algo parecido nos va a pasar.

Nosotros fuimos testigos del fin de una década, lo que –hay que decirlo- no es cualquier cosa. Aunque no tengamos recuerdos que nos lo prueben, nos han hablado y hemos hablado tanto de eso que es como si lo hubiéramos visto con nuestros propios ojos, que para ese entonces ya estaban bien abiertos pero no contaban con una mente capaz de archivar semejante cantidad de sucesos. Lo inmediato era lo importante; palpar y conocer la vida era lo que se llevaba.

Podría decirse que nuestras vidas han sido relativamente tranquilas. Cualquier primo menor de 15 años calificaría de “fomes” nuestros recuerdos de infancia, donde escasamente caben tardes en Fantasilandia o ponceos de prepúberes. No hubo Barbies (“son muñecas tontas”, dijo Mamá), pero sí hubo muchos libros de cuentos y enciclopedias. Pocas fiestas, pocos muchachos. Harto Bellas Artes, la ida al Bolshoi a los cinco años, lecturas de mitología griega, Microcosmos en el Normandie.

La gran diversión de los doce años era salir con la familia al cine o a comer algo. Escuchar Cuerdas Locales, de la radio Zero, era un descubrimiento. De ese programa salían los temazos del rock latino que iban a parar en cassettes que compraba en el Musimundo de la esquina. Ir a esa tienda y mirar los discos compactos era el éxtasis, comprarse alguno equivalía a la magia. En la otrora disquería, Mamá me compró Corazones, de Los Prisioneros, y un disco en vivo de Virus, ambos en recompensa por sacarme buenas notas. Yo soñaba con tener Canción Animal, de Soda Stereo, pero nunca pudimos comprarlo: cerró Musimundo y abrió un McDonald’s.

Pero estaban los cassettes y la radio con forma de submarino amarillo, regalo del más reciente cumpleaños. Era el 2001. La vida giraba en torno al colegio y a aprender sobre Los Prisioneros. Disfrutaba escucharlos, conocía muchas canciones con sus respectivas letras; las cantaba y las adoraba como jamás había adorado la lírica de otra agrupación. Estando el grupo separado, sólo quedaba escucharlos y buscar en diarios viejos alguna foto o nota que sirviera para armar una historia que creía conocer gracias a la lectura de la biografía no autorizada que escribió Freddy Stock.

Era en esos momentos cuando estar “pasá a transición” molestaba más que nunca. Odiaba haber nacido en plena agonía de la banda, y que Mamá hubiera pasado su juventud al ritmo de Miguel Bosé, en lugar de amar a Los Presos para luego transmitir esa devoción a su única descendencia. Los reclamos y las quejas hubiesen seguido por más tiempo de lo sanamente recomendable, pero se hizo el milagro: el 6 de septiembre, La Tercera publicó una noticia soñada: por primera vez en doce años (¡doce, justo doce!) Los Prisioneros se reunieron para grabar una canción: Las sierras eléctricas, que el día de su estreno –era que no- fue a parar a un cassette directamente desde las transmisiones de Cuerdas Locales.

Y vino la euforia, el concierto en el Estadio Nacional, la discografía completa y el posterior exilio de los cassettes a un maletín rosado del que sólo volvieron a salir hace un par de años, trayendo melodías roñosas y lágrimas por sentir que el pasado era mejor. Con Los Prisioneros empezaron la rabia y la adolescencia, las ganas de rebelarse y las ideas. Ese renacer del 2001 posibilitó el encuentro entre esa música siempre revolucionaria y nosotros, los niños noventeros que nos criamos en medio de novedades tecnológicas que ahora dan risa, con la sobreprotección de los viejos y el asombro por cosas mínimas.

Las cosas fueron cambiando. Al cierre de Musimundo siguió el fin de Cuerdas Locales. Tal vez les pareció que seis temporadas eran más que suficientes. En ese horario no volvieron a sonar canciones de Caifanes ni de La Ley.

Se acabó séptimo básico. Se fueron algunas amigas del curso y otros conocidos partieron para volver esporádicamente. Todavía siguen apareciendo. Los “pasaos a transición” llegamos a los quince y vimos a Los Prisioneros volver a agonizar como lo hicieron en los ’90 para, finalmente, otra vez separarse y dejarnos un poco más solos. Menos inocentes, pero botados al fin y al cabo. Entre los que ahora bromeamos con el año de nacimiento queda más de alguno que se sintió huérfano, que se tragó las burlas familiares y a tan corta edad sintió asco del presente y tristeza por los recuerdos. Los de la infancia de jugo en polvo, libros de cuentos, 18 de Septiembre subiendo cerros y los primeros sabores de una independencia que todavía no se prueba completa.