Tuesday, January 27, 2009

Los Prisioneros y yo (parte 1)

I
Infancia

Los Prisioneros están ligados a mis primeros recuerdos de niñez. No diré que el recuerdo más antiguo que tengo tiene relación con mi amada banda, pero sí es uno de los más viejitos. En mi casa jamás hubo discos de Los Prisioneros; éstos llegaron a mi hogar cuando yo los conocí y les declaré mi amor eterno, invariable y a todo color. Mi familia no los quiere; mejor dicho, no quieren a Jorge González. Les cae mal. No lo encuentran talentoso, ídolo ni bacán. Yo, en cambio, no imagino mi vida sin escuchar o pensar en esas canciones, que me han acompañado durante tantos años y siguen haciéndolo, porque inevitablemente se ligan a mi paso por este mundo. Al país, a la gallada también, claro está, pero a mí me han llegado con una fuerza tal que jamás otro grupo ha podido igualar el impacto que en mí han producido y seguirán produciendo esas canciones, esa estética, esa actitud, esa historia.

Era 1992, yo tenía tres años y en las mañanas, veía el videoclip de Tren al sur en esa tele que trajo mi tata de Panamá, esa misma que fue una de las primeras en llegar al barrio, y según me cuentan, era la envidia de los vecinos. Incluso hoy puedo recordar la sensación de alegría al ver ese video: el tren en marcha, la laguna, los patos, y claramente, la canción. La hermosa canción, que no sé si en esos años cantaba, pero de escucharla tantas veces, logré identificar y disfrutar.





En 1996, a mis siete años, una imagen que no se parecía a nada de lo que hubiera visto antes captó mi atención: las fotos de tres tipos personificando a los próceres patrios que me nombraban en el colegio, pero con una pequeña variación: José Miguel Narea, Manuel Tapia... Bernardo González? Y esos, quiénes eran? Con letras más grandes, decía: LOS PRISIONEROS.
Era, claramente, la foto de Ni por la Razón, Ni por la Fuerza.
De esa manera me enteré de la existencia de tres tipos, que eran Los Prisioneros. Yo no sabía qué eran. No se me pasó por la cabeza que fueran un grupo musical. Podrían ser cualquier cosa, qué iba a saber yo, si sólo vi esa foto y me sentí atraida por ella. Ese suceso no me pareció importante, pero jamás se borró de mi mente. Ahora valoro que no lo haya hecho.

Lo que caracteriza mi infancia, en relación a Los Prisioneros, son estos hechos que acabo de contar. Sucesos pequeños, aparentemente intrascendentes, que fueron poniéndome al tanto de la existencia del grupo que, pocos años después, conocería y amaría como nunca he vuelto a amar a otro. Cuando en 1999, yo estaba en quinto básico, escuchaba a una amiga cantar en la sala de clases ya viene la fuerza, la voz de los '80..., y me quedaba con esa melodía grabada, pero no tenía idea de nada, no sabía que esos eran los tipos de la foto que había visto tiempo atrás. Al año siguiente, y eso por supuesto que yo aún no lo sabía, el encuentro sería directo, consciente y frontal.



(sí, continuará)

Tuesday, January 06, 2009

Un cabro llamado Matías

Hace un año y tres días atrás, yo no sabía que en el mundo habitaba un tal Matías Catrileo, que tenía 22 años, estudiaba en Temuco y luchaba por las reivindicaciones del pueblo Mapuche. Ese 3 de enero 2008 yo, teniendo aún 18 años, vine a enterarme de su existencia con la gentileza del fascismo. La tele y los diarios me pusieron al tanto del asesinato de este cabro a manos de los pacos. Sí, de nuevo. Los pacos culiaos se habían anotado una nueva víctima, un nuevo nombre a la lista de abusos.

Durante los días que siguieron, La Moneda y la Plaza Italia fueron cercadas por las tortugas ninja; los energúmenos de verde dispuestos a impedir cualquier manifestación y castigar como fuera a quien osara protestar por la muerte de Matías. Yo pasaba por ahí y de verdad me sentía mal. Como dije, antes del 3 de enero yo no tenía idea de Matías, pero después de esa fecha, ver las noticias se hacía cada vez más terrible. Él era un cabro como cualquiera de nosotros, pero a la vez, distinto a una mayoría importante. Sólo tenía 22 años, tenía un apellido mapuche que no lo avergonzaba; al contrario, era su máximo orgullo, y fue precisamente la cuestión de su nombre la que lo llevó a apoyar la causa mapuche. Mejor dicho, abrazarla. Luchar con todo lo que tenía a su alcance, llegando incluso a dar la vida.


Datos como los que mencioné deben ser los que en ese momento me tocaron tanto, e inclusive hoy, siguen haciendo que lamente el asesinato de un cabro al que no conocí, ni supe de él mientras estuvo vivo. Precisamente por eso: porque fue un asesinato, por la crueldad del hecho, porque quedó impune. Es sabido que en este país, la muerte de un paco es motivo de conmoción nacional (o no, Bernales?): todos andan histéricos, todos lo lamentan, todos se vuelven locos. Pero cuando un paco le pega o mata a un cabro de nuestra edad, un cabro que se rebela contra la injusticia imperante, queda como héroe, y esa imagen es legitimada desde las grandes cúpulas de nuestra sociedad, e incluso por la gente común y corriente: no debe sorprendernos que nuestros familiares o vecinos encuentren que un paco que asesina está cumpliendo con su deber. Claro, ellos se tragaron el cuento del terrorismo, sin detenerse a pensar ni por un segundo, para darse cuenta de que lo que unos llaman terrorismo, no es otra cosa que resistencia.

Yo también quisiera luchar más de lo que creo, hago o intento hacer. También me hubiese gustado tener un apellido mapuche, o en su defecto, llamarme Melipal o Millaray. Pero no tengo nada de eso, sólo la fuerza y las ganas que nacen de la observación de la realidad inmediata y del asco que me da esta "democracia". Y, por supuesto, la pena por Matías. Porque era tan joven, porque creía en algo y se la estaba jugando por eso.

Él, como tantos otros, no se tenía que morir. No así.